Francisco: el hombre
Por Mónica Palencia*
Podría empezar estas líneas explicando la razón por la cual Francisco Huerta decidió formar el Partido Demócrata, o comentando las vicisitudes de su paso por Colombia, que fue como secretario ejecutivo del Convenio “Andrés Bello”; o tal vez puedo narrar mi experiencia de conocer a algunos integrantes del extinto grupo subversivo M-19, así como a pintores, escritores y demás personajes importantes, bajo su guía.
Podría también, sin duda alguna, escribir al infinito —a menos de un mes de su partida— las líneas más tristes de mi vida. O sobre el respeto que él tenía hacia Eugenio Espejo o Eloy Alfaro, o compartir los contenidos del libro que dejó como hijo en crecimiento, en cuyo proceso dio paso al análisis reflexivo de cada acción, bajo una mirada no común, a partir de lo que él llamó —parafraseando al filósofo francés Édgar Morin— “razonar en la emoción” para conocer y reconocer al ser desde lo humano.
Su espíritu me hubiere dado aprobación y me habría pedido que siga algunas pautas, que trate de emularlo en el manejo del arte del silencio oportuno y la fuerza en la palabra, sabiendo bien que a mí ello me resultaría harto complicado. Era él el perfecto consejero: gran maestro del texto y del contexto.
Mas su espíritu, a más de ser fuerte, era poético, sensible; sabía bien reconocer un alma rota o la tristeza en cualquiera de los suyos. Y es ese el que permitía que —más allá de comentarios sobre el clima, de los vaivenes en política o los triunfos de Emelec— se incluyera en su palabra poesía, sentimientos y verdades trascendentes; que se incluyeran diálogos sobre los desafíos de nuestro tiempo; sobre el amor a los ancestros, la pareja, la familia, las “muñequitas de Valdivia”, el greñoso manabitam, los dulces de camote y la fanesca con el grano bien licuado de su madre; y hasta la ejemplaridad humana con Gomá, la Masonería y democracia del siglo XIX con Ortiz de Andrés, por citar tan solo algunas de sus fiestas de intelecto.
Huerta, el Pancho de tantos, consideraba que leer una novela era traicionar la necesidad urgente de trabajar por Ecuador. Era un hombre de acción política y ciudadana, con miedo a vivir sin amor y sin pasión, más que pasar tiempo en una prisión en la selva ecuatoriana. Era un corrector social de pruebas, acentos y ortografías. Ya me hubiera insistido en que se dice “el Ecuador”.
A Francisco, el hombre, le gustaba jugar. Era ingenioso, creativo y harto competente. Sus juegos fueron, algunos, algo complicados. Ajedrecista en el tablero de la vida, fue siempre el rey, jugando al frente y sin enroque, cuidando a los peones más que a los alfiles o las torres; pues para él, el valor de cada pieza aumentaba si menor era para el común de los mortales. Había juegos de palabras y otros de memoria de los que siempre disfrutaba. De repente, podía interrogar: “¿Dónde compramos mi camisa?”, o bien, disfrutar increpando los avances en lecturas de los suyos, mientras que también cuestionaba el lugar de nacimiento de Ana Arendt y sintetizaba su legado como todo un erudito.
Cuatro enfoques teóricos de la cooperación internacional podían ser un tema de lectura compartida y que lo dejare sin dormir, preguntándose por el presente y el futuro ecuatoriano. Últimamente, admirador de Bung-Chul Han; decidido estaba a incorporarse a la sociedad del cansancio, exigiéndose no para tener más, sino para entregarse por completo a los más grandes proyectos colectivos. Se autoexplotaba. Era un hombre de vínculos esenciales, enamorado de los que evocan, al estilo de “el olvido que seremos”, de Abad, el gran novelista colombiano.
Francisco, el hombre, no fue un personaje de don Gabo, pues no disfrutaba el vallenato especialmente, aunque como al creado por García, gustaba de andar por mil caminos. Francisco, el hombre, podía ser de cualquier lado. De mi mano y codo a codo, conoció a Spinoza; y yo, de la suya, la vergüenza, el miedo, la compasión, la ira e indignación en el pensamiento aristotélico.
Se fue cuando había dominado el complicado proceso de intentar gobernar las emociones, el no trasladar malas noticias y buscar salud mental a pesar de los momentos más amargos de la vida. Se fue tras aprender a disfrutar de la ternura y a darla por raudales; al pensar con maestría sin hacer del pensamiento su objetivo; y al saber responder sobre las diversas razones para actuar, muy al estilo de Adela Cortina. La apuesta final era el reconocimiento de pulsiones sin censura y el trabajar por, simplemente, ser un buen humano.
Ético, bueno y noble; amigo, amor, amante; ecuatoriano con logo, marca y sello, como un latinoamericano nacido en Ecuador —perdón, en el Ecuador—, y soñando integración sin narcotráfico, en donde reinare el desarrollo y la igualdad. Es así como él se fue. Nos deja como vivió: blanco, barbado, caballero; lúcido, agnóstico, noble y solidario.
* Ph. D. en Ciencias Jurídicas por la Universidad de La Habana. Tiene un posgrado en Criminología por la Universidad de Salamanca, otro en Derecho Penal Económico y Criminalidad Organizada por la Universidad de Castilla-La Mancha; y una maestría en Relaciones Internacionales por la Pontificia Universidad Javeriana. Abogada por la Universidad Católica Santiago de Guayaquil y licenciada en Derecho por la Universidad Juárez de Durango, México. Actualmente se desempeña como asesora jurídica, directora de Limpman S. A. y de su estudio jurídico Palencia y Asociados. Además, es docente en la UCSG y la Universidad Casa Grande.