Por Octavio Loyola*
A Sarah
Eras extranjera como yo en ese lejano país alpino tan distinto al tuyo y al mío. Tu belleza venía con arena del Mediterráneo y agua de La Albufera de Valencia. Tu cabello oscuro y tu eufónico acento delataban tus raíces sureñas. Una inusitada hermosura vestía tu ser.
Te gustaba preguntarme sobre mi país, sus costumbres, sus comidas, su literatura, sus playas bañadas por el Pacífico. A mí me gustaba preguntarte por tu mar. Soñaba con un día poderme bañar contigo en él. Pero ahora vivíamos lejos de aquel venusto mar, con sus parques lineales y su paella. En su lugar, teníamos un pequeño país con grandes lagos, caudalosos ríos e interminables cadenas montañosas con un invierno gélido que duraba meses y veranos; cuya luz se extendía hasta las nueve de la “noche”.
Nos conocimos en el bar en el que trabajaba. Ambos estudiantes —tú y yo— buscaban ganarse la vida. Llegaste como mesera. Yo ayudaba en la barra. Nunca habías trabajado como camarera, pues eras pintora, graduada en Bellas Artes y haciendo una maestría en una bonita ciudad austríaca colmada de castillos, ópera y danza.
Yo nunca había trabajado en un bar; era un estudiante de psicología que había colaborado en fundaciones y varias ONG de mi país. Tus manos estaban acostumbradas a asir pinceles, no bandejas con botellas, vasos y copas. Mis manos estaban formadas para los apuntes de un terapeuta y la elaboración de proyectos sociales; pero al cambiar de país, cambiamos también las profesiones, obligatoriamente.
La noche que llegaste, tuviste un pequeño incidente. Se corrió una copa entre tus dedos y el cristal, al darse contra la baldosa, sonó como una edificación cayéndose después de un fuerte temblor. Te miré y al principio tus ojos solo me mostraron desconcierto. Cuando regresé había lágrimas.
Me pregunté qué hacía una mujer como tú regalando lágrimas a una copa muerta. Sentí envidia por la copa. Quise ser la copa. Pero al acercarme me di cuenta que no quería que llores por nada ni por nadie. Ninguna tristeza vale la pena para que empañe la belleza de tus ojos, la virtud de tu mirada. Te consolé como a viuda. Busqué en mis apuntes de Piaget y Bandura las palabras más propicias para acompañar tus inusitadas emociones, sin embargo, apenas pude contener las mías. Y el difunto quise ser yo, para que me sientas tan hondamente, solo que sin lágrimas.
* Magíster en Educación con énfasis en Investigación e Innovaciones Pedagógicas de la Universidad Casa Grande. Sociólogo de la Universidad de Guayaquil. Escritor y docente de Filosofía y Ciudadanía en la U. E. Teniente Hugo Ortiz.